(Arte de Benjamin Flao pour Le Monde)

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Nicolas Sarkozy es el arquetipo de la derecha tradicional francesa, adamantium creador de la política de los últimos años, con un poder que no ha hecho sino incrementar desde que perdió las elecciones en 2012. Sigue albergando en su corazón las ansias de poder, pero lo cierto es que no se le da nada mal su papel de expresidente. Se ha convertido en el padre sabio de la derecha, lo que le ha granjeado amistad con personajes que ahora ocupan el gobierno de Macron, como el ministro del interior Gerald Darmanin o el Primer Ministro Jean Castex. Es el hombre al que, hasta ahora, consultaban los poderes fácticos del país, y cuyos intereses él se preocupaba mucho de alinear. En los últimos días, una gran desgracia ha perturbado su tranquilidad.

Cuando se observa el mundo desde un lugar tan alto durante mucho tiempo, quizás se corre el riesgo de pensar que uno está, y estará siempre, por encima de todo lo que sucede ahí abajo, en el mundo de los simples mortales. Sin embargo, hace unos días, su gozo y su gloria cayeron en un pozo de desesperanza hasta sentarle en el banquillo de los acusados, un banco de madera normal y corriente en el que antes se ha sentado hasta el más común y apócrifo de los hombres. Allí quieto, con la barbilla alta y la espalda recta, intentó exponer su visión del asunto, pero con muy poco éxito. Lo que él consideraba, en su inmensa sabiduría, una conversación entre “un litigante preocupado y un abogado afectuoso”, los jueces lo consideraron, sin lugar a dudas, intento de corrupción. Ha sido condenado a tres años de cárcel, de los cuales deberá cumplir al menos uno en arresto domiciliario. Dictaminada la sentencia, y prendida la mecha que estalla la bomba de la cerrazón, Sarkozy salió de la sala, y dio comienzo el drama tantas veces repetido.

En este tipo de situaciones, todos los políticos tienen un manual de instrucciones sobre el proceder del político moderno en caso de delito evidente, y el oráculo de la derecha francesa no iba a dejarse ganar sin antes dejarlo todo patas arriba. Primero, decir que los jueces lo tienen a uno en el punto de mira, lo cual no deja de ser un poco cierto, ya que no es un don nadie quien ha intentado manipular el poder judicial a su favor, sino el expresidente del país, cuyo poder proviene mayoritariamente de su antiguo cargo como presidente. Aun así, esto no es más que una táctica barata. Segundo, negar, negar, y seguir negando. Esto, como bien sabemos, permite una cosa sencilla: a los acérrimos al expresidente, a los que tienen una fuerte conexión emocional con él, les da razones y motivos para que cuestionen todo el tinglado y lleguen a la conclusión de que la acusación es el resultado de un complot para acabar con un hombre bueno y justo. Y a los que sienten animadversión por él, las excusas y justificaciones les darán igual, y seguirán adelante con sus vidas. Puede existir un tercer grupo, el de los rencorosos, que mientras toman un café con los compañeros o en la comida de la empresa, esperan el momento perfecto para decir algo como “ya me olía yo que este político no era de fiar”. Aun así, el escándalo no sobrevivirá más de una semana en las televisiones y todo será prontamente olvidado y anotado en libros sobre cómo perpetuar la política de los mediocres.

Mientras escribo este artículo, me lo imagino en su casa de noche, sumido en la más absoluta penumbra, fumando quizás un cigarro con la ventana abierta y la brisa amable de la noche parisina recorriendo su apartamento. En esos momentos, en alguno de esos infinitos instantes, me pregunto si no se le pasa por la cabeza algo como “estoy cansado de mentir; quizás debería decir la verdad, pedir perdón y liberarme de una vez por todas de este peso”. No lo creo. Con un “imposible, imposible” y un movimiento de cabeza descartará la única posibilidad verdaderamente redentora, no sólo de su imagen, sino de su legado y de su persona. Pedir perdón, arrepentirse y enfrentar con valentía y responsabilidad los actos execrables cometidos, ¿en qué momento desapareció esa táctica del libro del político moderno?,¿acaso llegó a existir en algún momento?,¿en qué momento hacerse la víctima del sistema judicial cuya independencia prometiste salvaguardar, y que tú mismo intentaste corromper, se convirtió en el “imposible”?

Demasiadas preguntas y muy pocas respuestas se formulan últimamente en esta tribuna. No puedo irme sin plantear una última cuestión, más aterradora está que las anteriores, y que no necesita respuesta, pues el hacer la pregunta basta para que a la mente de cada uno llegue la contestación adecuada, instintiva y visceral. Así pues, esta táctica evidente y simplona, burlona y teatral, maquiavélica hasta lo indecible, alguien sabría decirme ¿Por qué les sigue funcionando?

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Daniel Alonso Viña
Publicado en París a juicio/ LawyerPress el 8 marzo 2021