(Marine Le Pen en la campaña presidencial de 2012. Foto de Thierry Pasquet para Libération)

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Marine Le Pen, la presidenta del partido de extrema derecha Agrupación Nacional (AN), lleva tiempo intentando legitimar su partido y su persona para la presidencia. Quiere quitarse el calificativo de “extrema” como sea. Sin embargo, las encuestas no están a su favor. A un año de las elecciones, el escenario se presenta parecido a las pasadas. En la primera vuelta, Le Pen ganaría con alrededor del 25% del voto, pero perdería ante Macron en la segunda vuelta con un 45%, frente al 55% que obtendría el actual presidente. Todo por culpa de esa palabra, “extrema”, que hace al resto de partidos reunir fuerzas para impedir que su partido ascienda al poder y “destruya” la democracia. Así, en un intento de que no se repita la escena de elecciones pasadas, ha decidido tomar cartas en el asunto.

En realidad, la estrategia de “legitimación” del partido comenzó hace tiempo, desde que Marine sucedió en el poder a su padre Jean-Marie Le Pen, ultraderechista consumado. Para empezar, en 2015 expulsó a éste del partido que él había presidido durante tanto tiempo, el entonces llamado Frente Nacional (FN). Además, en 2018, el FN pasa por un proceso de “refundación” para convertirse en lo que ahora se llama Agrupación Nacional. Finalmente, en un intento de moverse hacia el centro político y lejos de la extrema derecha, ha decidido acoger en su ideario político un credo que hasta ahora había desdeñado: el ecologismo. Claro que, como siempre, lo ha hecho a su manera, aportando su marca personal y adaptándolo a sus fines electorales.

El covid-19 ha devuelto la protección del medio ambiente al centro del debate. Sin embargo, su versión del ecologismo tiene una diferencia clave: el globalismo frente al localismo. ¿Qué quiero decir con esto? El ecologismo de la izquierda siempre ha sido global, “respuesta global a un problema global”. A la derecha radical esto le parece absurdo, innecesario y sobretodo, contrario a su noción nacionalista del mundo. Así, han introducido una suerte de ecologismo localista, un ideario que vuelve a lo de antes. “La ecología de la extrema derecha promueve un retorno a un estado primordial y orgánico, en el que el hombre viviría en armonía con la naturaleza, dentro de un marco territorial preciso que respete las identidades étnicas”, así lo describe Stéphane François para el periódico Libération. De esta forma, pueden hablar de ecologismo sin traicionar sus ideas primitivas acerca de la raza y la protección de la identidad y la comunidad.

El problema, según dicen los periódicos, es que este discurso es nuevo para ella. Es el resultado de una decisión política, más que de un verdadero cambio de perspectiva personal, y eso se nota. Hace unas semanas, en una rueda de prensa en la Asamblea Nacional, se la podía ver leyendo un discurso en el que por primera vez se escuchaban de su boca palabras como “biodiversidad”, “ecosistemas” o “naturaleza”. Aunque estamos ante una gran oradora, política de pura sangre, era más que evidente lo poco cómoda que se encontraba en terreno político inexplorado.

La derecha radical ha venido para quedarse. Su oferta política responde a unos anhelos más atemporales y reprimidos de lo que se pensaba. Para sobrevivir, esta nueva derecha sabe que tiene que gobernar antes o después, y sabe que para gobernar tiene que trascender el lugar marginado y de protesta en el que está encasillada. Ahora bien, si el proceso de legitimación es puro teatro político para aparentar decencia y civismo a los ojos del vulgo: ¿Serán capaces de respetar y cuidar las instituciones democráticas cuando gobiernen? ¿o descubrirán su verdadero rostro en cuanto alcancen el poder? Lo cierto es que los experimentos de este tipo en el mundo democrático permiten determinar algo: que los radicales en el poder tienden a mostrar poco respeto por las tradiciones y costumbres democráticas.

Daniel Alonso Viña
Publicado el 29 de marzo de 2021 en LawyerPress/París a Juicio